Fiestas y simulación: algunas notas sobre el primer matrimonio
Pocas son las fiestas a las que acudo. Me desagrada casi todo de ellas. Los rituales que incluyen escoger la ropa adecuada, los zapatos, los accesorios, me sacan de quicio. No se diga, llegar al lugar abarrotado, estridente y estruendoso. De niña, las fiestas eran obligatorias los fines de semana. La familia era, como dicen, fiestera de hueso colorado. ¡Cómo me hubiera gustado tener algún poder para desaparecer por completo y no volver, nunca! Puse un alto a los 13 o 14 años y no hubo marcha atrás. Mi madre gritó y mi padre comenzó a mirarme de manera preocupada pero las fiestas desaparecieron y fue como sentir por primera vez la libertad de los cañaverales que abundan en el norte de Colima.
A mi boda sí me hubiera gustado asistir. Digo, me casaba por primera vez y debía estar en primera fila. Lo estuve, pero mi alma en algún momento se fue muy lejos. Quise, con el marido de entonces, que la ceremonia y la fiesta fuera en un lugar muy íntimo, sólo la familia, los amigos cercanos. Pero ¿qué se siente elegir el ajuar, los anillos, la iglesia, las flores, el platillo, la música, el vals? Volvió aquel ritual amargo.
Cuando dije “acepto” se oscurecía la felicidad. O ya se había oscurecido porque llega el momento en que una se acostumbra a la ausencia. Quien te acompaña es la persona equivocada, pero ¡diablos! ¿por qué no lo entendemos? Lentamente, aquella persona, me había secado la piel; lentamente ahogado las ilusiones, los deseos; lentamente la pasión, las ganas desbordadas de amar. Golpes, no. Simple y sencillamente, una distancia fría, el témpano de hielo entre los dos.
Una es la culpable de no poder llegar más allá de los buenos días, de no ser la mujer hábil, atenta, sexy, apasionada, ardiente. Una es la culpable, porque esa es la orilla, la verdadera orilla. Era un trapo en mitad de la cama, un trapo y la cama, otra ausencia. Los años suceden uno tras otro y la sonrisa se amarga como se amargan también los huesos. Le escribí un poema entonces que iniciaba con las siguientes líneas: “En el nombre de dios, de su hijo y mis desvelos, te pido no me dejes sin caricias. Por este siglo y por el que vendrá, sin pausas, sin avisos divinos…”. Él no entendió el mensaje o si lo hizo lo ignoró por completo.
¿De qué otra manera decirle que la soledad me ahogaba, que el óxido de la sangre era un cuchillo cortándome segundo a segundo? Quedó, sí, la herida punzante de la simulación, la dicha inventada para que la familia pudiera atestiguar el éxito del matrimonio consumado. Cómo odiaba que acariciara mi cabello frente a ellos y esas caricias se terminaran cerrando la puerta. Un dolor más agudo, sí, pero el dolor acababa al día siguiente, debía acabar al día siguiente para que todo funcionara como una máquina recién engrasada.
Mi alma estaba en otra parte cuando dije “acepto” y no porque quisiera que así ocurriera. Mi familia es de matrimonios longevos y no rutinarios sino felices. Somos de matrimonios felices, puedo decir ahora. La frialdad se acabará en la luna de miel, dije, pero no fue así. Y el hielo, ese témpano se prolongó año tras año. Tan sencillo hubiera sido hablar de las preferencias sexuales. ¿Pero casarte conmigo para ocultar lo que está dentro del clóset, lo que sigue dentro de él? Fue aberrante, es aún aberrante.
A mi segunda boda sí acudí y puedo acudir nuevamente si me lo pidieran. Fue en casa, con las dos familias que se conocían por primera vez. Fue una fiesta alegre con un clima muy frío, atípico para esos meses, en la ciudad del desierto. Pero no, no voy a las fiestas. Me traen muy malos recuerdos y son sumamente aburridas.